miércoles, 4 de septiembre de 2019

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    Aquella mañana, el viejo profesor llegó solo al bosque antes de que saliera el Sol. Mientras caminaba observaba los cambios que iba produciendo el amanecer, el aumento de la luz, los cambios en los colores, la aparición del Sol, el despertar de los pájaros y de los insectos, y aunque durante un buen rato no pensó en nada, como siempre le ocurría, acabó por pensar y por sacar conclusiones, y pensó en que estaba compartiendo con el bosque, que recibía su influjo, que él influía en el bosque, que estaba compartiendo con la vida, con el Tao. 

  Y pensó cuando, en su soledad serena, sólo compartía consigo mismo, cuando dentro de él su mente compartía con sus cuerpo, su razón compartía con sus emociones, y todos ellos compartían con su conciencia y con el lugar en el que en aquel momento se encontrara.

  Pensó en que el bosque  y su soledad serena, eran como dos mundos que también mantenían sus relaciones entre ellos, que también compartían entre ellos, y pensó en lo que compartía con los demás. Pensó en el amor, los conocimientos, los placeres materiales, las alegrías y  las penas que compartía con su mujer, en como ninguno de los dos pagaba ningún precio por aquel compartir, pues a cada uno le bastaba con lo que el otro era, y ninguno pedía ni exigía nada. 

   Pensó en lo que compartía con sus amigos, y vio que en esas relaciones de amistad también compartía conocimientos, sabiduría, placeres materiales, alegrías y penas, y todos los frutos que cada uno cultivaba en su huerto interior, y vio que a él y a sus amigos les bastaba con lo que el otro era, que no se pedían más,  y así ninguno pagaba un precio. Pensó en la variedad de sus amigos, en sus diferentes creencias y personalidades, en sus diferentes situaciones sociales y en sus diferentes maneras de vivir, y vio que de todos ellos aprendía, pues todos ellos le enseñaban o le hacían pensar en cosas que en su serena soledad o en el bosque, nunca hubiera pensado, y pensaba en que ellos también aprendían de él. 

   Pensó en sus alumnos, en quienes leían sus escritos, en lo que compartía con ellos, y pensó que su vida era serena y sencilla, que era una vida hecha de cosas compartidas y de relaciones, de unas relaciones compartidas entre sus tres mundos, compartidas en su mente y en su conciencia, y que gracias a eso su vida era también ancha, alta, profunda y con fuertes sensaciones de plenitud.

  Y pensó en todas aquellas personas para las que su único mundo eran las relaciones con los demás, unas relaciones en las que la mayoría de las personas no estaban guiadas por el ánimo de compartir, sino solamente por el ánimo de conseguir y de recibir. Pensó en como esas relaciones eran una prisión para esas personas, una prisión sin puertas ni ventanas a la soledad serena ni al Universo, ni a un paseo por la Naturaleza, una prisión donde toda alegría tenía por compañeros inseparables a los conflictos, a las agitaciones, a las insatisfacciones, a las frustraciones, a las decepciones, a las rabias, a los odios, y pensó en todas las veces en las que el individuo reaccionaba con diversos tipos de violencia o de odio contra quienes le rodeaban, tal vez porque en su prisión mental y emocional creía que esta era la mejor manera de conseguir, de recibir, ¡De escapar!

  Y mientras pensaba todo esto era consciente de sus razonamientos y a la vez sentía como sus emociones circulaban por su interior y su mente sabía que su conciencia estaba presente, y mientras pensaba sentía al viento en la cara, sentía su rumor entre las ramas, sentía a los pájaros, miraba el volar de los insectos, de las mariposas, veía como libaban en las flores, veía el azul del cielo, al Sol y a las nubes, y sentía sus pies en el suelo, y pensaba y sentía que compartía, que todo lo compartido era el Tao manifestándose, y ser consciente de todo eso, para él era vivir la Vida. Y llegó el mediodía, sintió hambre, y decidió volver a su casa.

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